Análisis por Nic Robertson, CNN

Primero Francia, luego el Reino Unido y ahora Canadá.

Tres de las naciones occidentales más poderosas del mundo han sumado su peso económico y geopolítico a las peticiones de un Estado palestino, una idea ya avalada por más de 140 países.

Las iniciativas responden a muchos motivos, desde la frustración con Israel y la presión interna hasta la indignación por las imágenes de palestinos hambrientos. Sea cual sea la razón, los palestinos han recibido los anuncios como un impulso a su causa. El Gobierno israelí ha rechazado los llamados, calificándolos de equivalentes a recompensar el terrorismo.

Mientras tanto, el presidente de EE.UU., Donald Trump, parece estar cada vez más frustrado con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, en particular por la hambruna en Gaza que el líder israelí niega, pero que ha preocupado a Trump.

Trump busca la paz regional, así como el reconocimiento —es decir, un Premio Nobel de la Paz— por lograrlo. Quiere que Arabia Saudita normalice relaciones con Israel, ampliando los Acuerdos de Abraham que consolidó entre Israel y varios otros Estados árabes durante su primer mandato. Pero Riad ha sido tajante: esto no puede ocurrir sin un camino irreversible hacia un Estado palestino.

Sin embargo, las recientes iniciativas de Francia, Reino Unido y Canadá, aliados de Estados Unidos, aunque en muchos aspectos son en gran medida simbólicas, han dejado a Washington cada vez más aislado en su respaldo a Israel.

El establecimiento de un Estado palestino podría contribuir a poner fin a una guerra que ha dejado más de 60.000 palestinos muertos en Gaza desde que el mortal ataque de Hamas del 7 de octubre cobró la vida de unas 1.200 personas en Israel, hace casi dos años, además de facilitar el regreso de los rehenes que aún permanecen en Gaza.

No obstante, uno de los retos más difíciles es imaginar cómo sería, ya que un Estado palestino moderno nunca ha existido.

Cuando Israel se fundó tras la Segunda Guerra Mundial, rápidamente obtuvo reconocimiento internacional. Ese mismo periodo, para los palestinos, se recuerda como al-Naqba, o “la catástrofe”: el momento en que cientos de miles de personas huyeron o fueron expulsadas de sus hogares.

Desde entonces, Israel se ha expandido, especialmente durante la “Guerra de los Seis Días” de 1967, cuando revirtió la situación frente a una coalición de Estados árabes y obtuvo Jerusalén Este, la Ribera Occidental y Gaza. Mientras tanto, el territorio palestino solo ha disminuido y se ha fragmentado.

Lo más parecido a lo que podría ser un futuro Estado palestino se perfiló en un proceso de paz en la década de 1990, conocido como los Acuerdos de Oslo.

A grandes rasgos, el Estado palestino contemplado en Oslo —acordado por negociadores palestinos e israelíes— se basaría en las fronteras de Israel de 1967. El esquema general de Oslo preveía algunos intercambios territoriales: ceder un poco de tierra en un lugar a cambio de la retirada de un asentamiento israelí, en un proceso negociado.

El histórico apretón de manos en los jardines de la Casa Blanca entre el entonces primer ministro de Israel Yitzhak Rabin y el líder palestino Yasser Arafat, con el entonces presidente de EE.UU. Bill Clinton como anfitrión sigue siendo uno de los triunfos de la diplomacia moderna. El asesinato de Rabin a manos de un fanático de ultraderecha en 1995 privó a Israel de su líder conciliador.

Y aunque el marco de Oslo pervivió en negociaciones y en la academia, hoy hay poca iniciativa. Lo que se ofrecía entonces ya no es realista.

En los últimos años, los asentamientos israelíes en la Ribera Occidental ocupada se han expandido de manera masiva, a menudo con el estímulo del Gobierno israelí, lo que pone en peligro la posibilidad de establecer un Estado palestino contiguo en la región.

Luego está la cuestión de quién gobernaría un futuro Estado palestino. La Autoridad Palestina, que gobierna partes de la Ribera Occidental, es vista con desconfianza por muchos palestinos que la consideran débil o corrupta.

Incluso sin todas estas complicaciones, Netanyahu no aceptará un Estado palestino, algo que recientemente afirmó sería “una plataforma de lanzamiento para aniquilar Israel”.

Algunos miembros de su gabinete son mucho más radicales; no solo se niegan a contemplar un estado independiente, sino que quieren anexar el territorio.

Estos ministros que sostienen el Gobierno de Netanyahu han dicho que preferirían matar de hambre a los palestinos en Gaza antes que alimentarlos, y que harían caer la coalición si él siquiera sugiriera ceder ante la creciente presión internacional sobre Israel.

Netanyahu no ha mostrado ninguna intención de retroceder y lucirá lo que Francia, el Reino Unido y cualquier otro le impongan como una insignia de honor.

Sin un socio en el Gobierno israelí, el reconocimiento de un Estado palestino quedará en nada, e incluso podría afianzar aún más a Netanyahu.

Sería un alto precio a pagar si el resultado fuera que Israel hiciera aún más distante la posibilidad de un Estado palestino.

Sin embargo, al mismo tiempo, con un número cada vez mayor de enojados exsocios en la comunidad internacional que probablemente aumentarán su presión sobre Trump para que cambie su postura, será Israel quien podría verse en desventaja, por mucho que proteste.

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